Pablito ingresó al Club con su novia y detuvo súbitamente su andar al ver a un grupo de viejos jugar al truco. Su mente lo hizo viajar a su infancia y recordar la juntada que se armaba los jueves en la casa de su abuelo.
Su novia, que había continuado la marcha, se detuvo y le preguntó:
—¿Los conocés?
—No —respondió Pablo, alcanzándola de inmediato—. Perdón… al verlos timbear tan divertidos, me imaginé que eran mi abuelo y sus amigos.
Siguieron juntos hasta una mesa cerca de la playa, donde dejaron sus cosas. El joven fue a cargar el termo con agua caliente para matear con su compañera.
De vuelta en la mesa, ella retomó el tema:
—¿Qué te pasó recién? Vos sos un tipo muy observador, pero no creo que los hayas confundido con tu abuelo…
Pablo tomó el primer mate para comprobar la temperatura del agua y el gusto. Luego se lo convidó. Mirándola con los ojos vidriosos, comentó:
—Será que los extraño a los viejos. Ellos me enseñaron a jugar a las cartas y, además, me permitieron compartir esos momentos hablándome como a uno más, cuando yo tenía solo doce años.
—Contame más —dijo ella.
Pablito sonrió y arrancó su relato:
Todos los jueves, sin falta, la casa del abuelo Antonio se llenaba de humo de cigarrillo, olor a salamín y carcajadas de esas que hacen temblar los vasos.
Eran cuatro: mi abuelo Antonio, Pedro, Juan y el Gordo Luis. Cuatro viejos que jugaban al truco como si estuvieran salvando el mundo… o escapando de él. Jubilados que no le esquivaban al laburo, haciendo changas para zafar y llegar holgados a fin de mes.

En verano sacaban la mesa al patio, pero cuando refrescaba se juntaban adentro. De fondo se escuchaba la radio bajita, siempre en Rivadavia. Ruido de cartas mezcladas. Sara, la abuela, cebando unos mates si era temprano.
Yo me sentaba en un rincón. No hablaba. No jugaba. Solo miraba.
Me fascinaban sus palabras raras, su forma de decir las cosas. Era como si hablaran otro idioma… el idioma de los que vivieron mucho y no tienen apuro por llegar a ningún lado.
—¡Real envido, carajo! —decía Pedro con su voz ronca, y golpeaba la mesa con su mano pesada, haciendo saltar los porotos blancos del tanteador.
—¡Es puro chamuyo! —le respondía el Negro Juan, e invitaba a Antonio a correrlo echando la falta.
—¡FALTA ENVIDO! —gritaba el abuelo, que era muy arriesgado, y era casi seguro que tuviera menos puntos que Pedro.
Luisito se reía con una tos por los puchos 43/70 que hacía temblar el mantel. Lo miraba a Pedro, su pareja, y decía:
—¡Mirá si le vamos a regalar puntos! Si tuviera 25 le doy, porque este viejo —señalando a mi abuelo— es de bolacear…
—¡Ah, sí! —dijo el abuelo, envalentonado—. Decí “QUIERO” a la falta y vas a ver qué garrón te vas a comer, gordito.
Pedro me animaba a que participe llevando el tanteador.
—Vení, nene, tanteá vos, que estos viejos son medio punga.
Seguía la mano, y ambas parejas venían pobres para cantar truco… En la última vuelta, Juan tiró un cinco de copas, Pedro jugó un cuatro de oros, ambos callados. Le tocó al abuelo Antonio: tentado de gritarle algo a Luisito, solo tenía una sota, así que la jugó en silencio, mirándolo a los ojos.
Luis frunció el ceño y fue llevando lentamente su carta hacia el mazo, como si fuese a dar por perdida la vuelta… pero justo antes de apoyarla, levantó la vista, miró a sus compañeros y dijo suavemente:
—Truco.
Y dibujó una sonrisa maliciosa.
El Negro Juan y el abuelo Antonio se miraron, buscando una respuesta… pero estando tan cerca del final del partido, no podían permitirse perder muchos puntos. Negaron:
—¡No quiero!
Pero se quedaron con las ganas de saber qué carta tenía el Gordo. Luisito guardó su carta sin mostrarla, pero antes hizo una pequeña pausa, me miró, la giró levemente y me mostró un flaco cinco de bastos.
Intenté… pero no pude frenar la risa.
El abuelo entendió rápido la trampa y le gritó:
—¡Sos un trucho, Luisito!
Y él respondió al toque:
—¡Hubieses retrucado! —y se largó a reír.
En medio de todo eso, el Negro Juan… que no hablaba tanto, pero cuando lo hacía, decía cosas que se te quedaban pegadas como el olor al morfi casero de la abuela Sara, arrancó diciendo:
—Recuerdo una vez que el Portugués Carlitos —que en paz descanse— dijo algo que me marcó: “Esto es más que un truco, es un refugio”.
El abuelo Antonio, sin mirarlo, pero con esa sonrisa que usaba para esconder lo que sentía, le contestó:
—Estos no vienen a jugar al truco… vienen por el salamín y el vermú.
Se escuchó una carcajada grupal. Luego, una pausa más lenta, más emocional. Silencio de homenaje para Carlitos, el amigo que ya no estaba.
Pablo también hizo una pausa. Porque fue él quien reemplazó a Carlitos tiempo después en la mesa. Y junto a su abuela, se convirtió en parte del truco de seis.
—Hoy entiendo que esos jueves no eran solo una costumbre —dijo—. Eran una forma de resistirle al tiempo. De mirarse a los ojos y decirse: “Acá estamos todavía”.
Ahora que soy grande, cuando el laburo, la guita y la vida me arrastran, cierro los ojos…
…y me siento otra vez en esa cocina, viéndolos jugar.
Miro la mesa, las cartas, el humo, las risas y a mi abuelo Antonio, que me guiña un ojo como si supiera que yo, aunque callado, estaba aprendiendo el truco más importante de todos:
El de juntarse con los amigos, jugar a las cartas, hablar de política, de fútbol.
Y el de saber vivir despacito… y bien acompañado.
FIN.

Glosario:
- Laburo: Trabajo.
- Guita: Dinero.
- Punga: Ladrón de poca monta, pero también jugador pícaro.
- Botonear: Acusar, delatar a alguien.
- Garrón: Situación incómoda o mala noticia.
- Chamuyo: Palabrerío mentiroso.
- Trucho: Falso, engañoso.
- Matear: Tomar mate, generalmente en compañía.
- Bolacear: Exagerar o mentir con simpatía.
- Zafar: Salir bien parado de una situación difícil.
- Morfi: Comida.
- Timbear: Apostar en juegos de azar, especialmente cartas.
Autor: Diego Paolinelli (@dpaolinelli)
Ilustraciones: Negro Godoy (@NEGROGODOY)
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Que lindo Diego. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Es tal cual lo que vivi.
Gracias por traernos tan lindos tiempos de vuelta. Abrazo
Muchas gracias Roger!!!
Un bello relato de afectos y nostalgia del pasado.
Muchas gracias Cin!!!