DESAFORTUNADOS EN EL JUEGO…

Las mañanas de sábado, para Pablo, se habían transformado en los últimos años. En lugar de salir en busca de nuevos clientes, se tomaba el tiempo para hacer visitas de cortesía a los habituales. Se decía a sí mismo que esa era su marca: el trato personalizado, más allá de la venta de un servicio.

Dentro de sus hábitos profesionales, había logrado generarse espacios donde disfrutar de pequeños placeres. Uno de ellos era circular por distintas cafeterías céntricas, donde casi siempre encontraba alguna invitación a compartir una mesa de café y charla.

Una de esas mañanas, mientras caminaba por la calle principal, desde una de las mesas de un bar le llegó una frase:

¡No valen goles feos! —seguida de una risa inconfundible. Más que frase, era más un grito de guerra de los amantes del juego con destreza y no de lo rústico.

Era Marcelo.

Ingeniero de profesión, había recorrido el continente capacitando técnicos y profesionales gracias a la empresa para la que trabajaba. En su regreso al país, años atrás, coincidieron en un equipo de veteranos de básquetbol. Pegarían onda enseguida, sobre todo porque ambos compartían el gusto por una buena charla después de los partidos, cargada de historias y chistes.

Pablo se acercó a saludar. Conocía a un par de los muchachos que estaban con él, entre ellos Aníbal, ingeniero también, y ambos —junto con Marcelo— campeones argentinos de básquet con el equipo del Colegio Industrial a fines de los ’70. Fueron ellos quienes apoyaron la invitación de Marcelo para que se sumara a la mesa, la cual aceptó sin dudar.

Con el deporte como base de las conversaciones, no dejaron afuera los temas de actualidad, política local y nacional, participando alternativamente en la opinión.

Pidieron otra ronda de café para toda la mesa. Luego de un rato, un par se despidieron, y solo quedaron en la mesa Marcelo, Aníbal y Pablo. La charla se volvió más personal, y comenzaron a repasar algunas historias que los unían.

Fue entonces que Pablo rescató una que vivieron con Marcelo, y entre ambos se la fueron contando a Aníbal, que escuchaba atento.

Pablo inició diciendo, entre risas:

—Este —señalando a Marcelo— y Daniel —un amigo que lamentablemente partió muy joven— me iniciaron en la “timba”.
Fuimos con el equipo del Club al Torneo Anual de Maxibásquetbol que se jugaba en Mar del Plata, en el 2006. Después de la jornada, y ya cenados en el hotel, me invitaron a acompañarlos al casino —lugar que yo no había pisado en mis 39 años de vida, hasta ese momento… y los otros dos eran visitantes habituales—.

Marcelo hizo una breve pausa por la nostalgia del amigo ausente, y luego retomó el relato con una sonrisa dibujada en su cara:

—¿Te acordás, Pablito? ¡Jajaja! Qué racha esa noche… —dijo, moviendo la cabeza negando—.
Arrancamos por la ruleta. Después de un par de rondas… ¡nada! De ahí nos fuimos a la mesa de Punto y Banca. Me senté yo, y Daniel me hacía la segunda desde afuera.

Pablo interrumpió:

—Y yo no entendía nada de lo que pasaba, así que Dani me tenía que traducir cada jugada.

Marcelo continuó:

—No sabés, Aníbal… quince —no te miento—, quince manos consecutivas salió “Punto”, y yo, esperanzado en que se cortara la racha… pero no.
Hice el cálculo en ese momento: ¡eran como 1.500 dólares! Me quería matar. Todavía tengo la tarjeta de control de las jugadas guardada en casa.

Pablo retomó argumentando:

—Encima, cuando Marce decide levantarse de la mesa, después de tantas manos negativas, le tiro la frase: «Desafortunado en el juego… afortunado en el amor».
Este me mira con una cara de: “¡Tengo veintipico años de casado! ¿De qué amor me hablás…? ¿¡No ves la guita que podía haber ganado!?” —jajaja—.

Marcelo:

—¡Y claaaro! No era para menos. Me levanté con una calentura… y decidimos irnos del casino a buscar un lugar para tomar un café.

Pablo:

—Sí, pero cuando salimos ya eran más de las doce de la noche. Las cafeterías estaban cerradas porque era temporada baja.
Y vimos que lo único que estaba abierto era el bingo, cruzando la plaza. Así que arrancamos para ahí.
Pero mientras cruzábamos la avenida Peralta Ramos, se me destrabó un recuerdo por la frase anterior —»desafortunado en el juego…»— y les empecé a narrar una historia que una vieja amiga me había contado.

Era sobre un tío de ella que era médico. El tipo era separado y tenía el vicio del juego. Pero con buena suerte, había hecho una gran diferencia económica apostando a los caballos en el Hipódromo de San Isidro. Igual, le entraba a todo: cartas, ruleta, etc.
Una noche estaba de guardia en un hospital de Vicente López cuando hubo un accidente múltiple y trágico en la Panamericana, a mediados de los años ’80. Luego de recibir los casos más traumáticos en la emergencia, y terminada su labor, decidió pasar por la morgue a dar una mano con las víctimas fatales… pero al recorrer las camillas, vio algo que lo impactó: una mujer se había movido. Al chequear sus signos vitales —que eran mínimos— alertó a los colegas y pudieron salvarle la vida, al menos temporalmente. La paciente tenía fracturas múltiples y debía ser operada.

Pasaron un par de días. Cuando regresó a la guardia del hospital, decidió pasar a ver cómo estaba la paciente que había salvado en la morgue. Al llegar a la habitación, lo sorprendió la presencia de una mujer parada al pie de la cama. Era pelirroja, y lo recibió con una sonrisa. Le agradeció por haber salvado la vida de su hermana.
Pero fue más que eso. No pudieron sacarse la vista de encima, y como la paciente estaba dormida por los analgésicos, decidieron continuar la charla en la cafetería del sanatorio.

Una situación que era de vida o muerte, se transformó en un amor adulto a primera vista.

Entre visitas, café y charlas compartidas, nació una relación. Además de la atracción personal, descubrieron algunos hábitos comunes… entre ellos, los juegos de azar.
Y cuando la paciente fue dada de alta, decidieron compartir un viaje de fin de semana a la costa atlántica para conocerse aún más.

El doctor pasó a buscar a la pelirroja por su casa en la Capital, y tomaron la ruta 2 con rumbo a Mar del Plata. Luego de varias horas de viaje, llegaron al hotel y, antes de instalarse o ir a cenar, como estaban cerca del casino, decidieron probar suerte…

—Pablo hizo una pausa prolongada, lo que generó que sus amigos dispararan la pregunta:

—¿Y…? —inquirieron, ansiosos.

—Y… perdieron todo lo que llevaban para gastar en el fin de semana en la ruleta. Se tuvieron que subir al auto, pegar la vuelta, y menos mal que no se pagaba peaje en esa época, porque no les iba a alcanzar para llegar a su casa —jajaja—.
Bueno, ahí tienen: el Doc encontró la fortuna en el amor —ya que la relación se mantuvo en el tiempo—, pero pasó a ser desafortunado en el juego.

Pablo tomó el último sorbo de su café y continuó:

—Cuando terminé con la historia prestada, ya estábamos dentro del bingo. Lo cual, también, era mi primera visita a un lugar de juegos como ese.

Ahora Marcelo tomó la palabra, mientras Aníbal iba con la mirada de un interlocutor al otro:

—Cuando entramos al bingo, en lugar de ir a la barra del espacio gastronómico, nos sentamos a una mesa de la sala de juegos. Ahí pedimos café para los tres y, ya que estábamos, compramos un par de cartones para jugar.
Apenas arrancó el locutor a tirar los números del sorteo, con Dani vemos que a este —señalando a Pablo— se le agrandaban los ojos. No lo podíamos creer. Tenía que ser la suerte del principiante. A las pocas vueltas, solo le faltaba un número para completar el cartón.

Pablo retomó:

—No sabés, Aníbal, la emoción que tenía. Imaginate que yo no jugaba a esto desde que era pibito. Mis viejos me llevaban a la casa de unos vecinos los sábados a la noche, donde se juntaban las familias de la cuadra a jugar a la lotería familiar, porque no había otra cosa más interesante para hacer.

Marcelo siguió:

—De golpe, lo vemos a Pablito levantarse de la silla y, con los brazos en alto, grita: ¡¡¡BINGOOO!!!
(En la sala se escucha la voz del locutor: «Atención, se ha cantado bingo. Hay un bingo en la sala»).

Cuando miramos el tablero y vemos la cifra del pozo: $2500, con Dani saltamos de nuestras sillas, lo abrazamos, saltábamos, gritando y festejando el premio, ante la mirada sorprendida de las 50 o 60 personas que estaban jugando.

Llegó una de las empleadas del bingo, chequeó los números. Estaba todo correcto, y el locutor confirmó el bingo ganador.
Nos sentamos y, mientras esperábamos que nos trajeran el premio —el cual, obviamente, íbamos a repartir—, sacábamos la cuenta: habíamos salvado los gastos del fin de semana y la inscripción al torneo… ¡hasta nos sobraba plata!

Pero cuando vimos venir a la cajera… LA DECEPCIÓN.

—¿Qué pasó? —se animó a preguntar Aníbal.

Marcelo remató expresando:

—Pasó que… al tablero electrónico se le había quemado una lamparita.
Y no eran $2500… sino que eran $25.00.
¡Y no nos alcanzó ni para pagar los cartones ni los cafés! —¡jajajajaja!

FIN

Escrito por: DIEGO PAOLINELLI

Ilustrado por: NEGRO GODOY

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4 comentarios en “DESAFORTUNADOS EN EL JUEGO…”

  1. Querido Diego, impecable como siempre y creo imaginar quienes pueden ser esas personas del torneo en la costa!! Un gran abrazo y que sigan estos cuentos hermosos!!!

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